27.9.11

RESTA EN PAZ

En la cena mis amigos hablan de ir de viaje, de volver al trabajo, de permanecer en movimiento, del éxito de sus emprendimientos, del fracaso ajeno, de ganar guita. Mi mano, dentro del bolsillo, escondida por el mantel, contaba las monedas para el bondi. Tienen que alcanzar para dos semanas. Hacer fila en los bancos para conseguirlas es el infierno. Por cierto, odio esperar, odio el fanatismo por la guita. Hay monstruos en mi bolsillo, franeleo mis huevos. La última vez una jubilada retorcida de bronca me soplaba en la nuca. Por suerte el curvo y sexy culo de la colegiala sin mamá a la vista me distrajo. A veces uno tiene suerte y come con los ojos y cuando menos así puede afirmar que comió.

Una cosa es segura, mis amigos no tiene razón. Aunque, por mi parte, no sé muy bien qué digo cuando hablo en voz alta. Algo habla por mí, una fatiga automática. Hemos llegado a la altura del mes de la polenta con algo, capaz que el mismo algo que abre mi boca y hace como si hablara, como si de verdad fuera yo quien cuenta sus perspectivas románticas con la morocha de Cali. Los miro a todos escucharme con atención. Francamente no los entiendo. Para mí, mi garganta está atorada con polenta y mis cuerdas vocales permanecen cautivas de esa rasposa amarillez.

En caso de decir algo, esto es lo que quisiera decir: prefiero acostarme temprano, envolverme hasta la cabeza, soñar con el océano en vez de aquélla pesadilla en la que me convierto en rana tropical camuflada entre el follaje de una selva roja, amarilla y negra. Una mujer pasa, me busca sin verme o es que me ve y le resulta imposible reconocerme. En cambio, en vez de decir eso, cuando logro hacer pasar algo por el esófago, el movimiento peristáltico inverso de la voz me hace empujar un ya está, suficiente. El trampolín del cuerpo me hace ponerme de pie, llevar el plato medio lleno, abandonarlo a su suerte en la bacha, abrir la heladera, sacar una botella de agua helada, tomarla de un solo trago con los ojos brillosos y respirar agitado con la lengua convertida en mermelada fría. El impulso por fin acaba en un colchón tirado en el piso con un par de ojos clavados en el techo inmóvil. El universo así capturado resulta fantasmal: aquél evento terrible que no deja de suceder una y otra vez. Un paso en falso, algún detalle caprichoso delatará su verdadera forma de un momento a otro. Debo estar alerta o estallaremos y será un espectáculo en donde no querré participar. Adentro de este ataúd de carne, hueso y nervios, el corazón es un caballo desbocado, indeciso entre las sienes y la arteria femoral. He vivido muchos años con el mismo corazón. No entiendo cómo no descansa.