Juan
Manuel Díaz Pas
0. HOSPITALIDAD
“(Salta debe ser el único lugar en el mundo donde
la genealogía es el género literario más importante)”
Daniel Medina, Saltrix.
“En
efecto, las mejores empresas intelectuales son aquellas que, con insolencia y,
es esperable, con elegancia, participan en la demolición de un mundo carcomido.
Y esto se hace no dentro del ruido y el furor de los vociferadores, tampoco
ciertamente dentro de la arrogancia del pensamiento crítico. Sino que, de un
modo mucho más radical, se trata de
un trabajo de zapa que, decididamente, sirve para cavar las galerías que,
pronto, permitirán el desmoronamiento de aquellas instituciones totalmente
podridas, o al menos anticuadas, que pretenden dirigir la vida social. Y sin
embargo, como si nada pasase, éstas siguen diciendo
el derecho, dictando lo que debería
ser.”
Michel
Maffesoli, “Un relativismo generalizado” en El
reencantamiento del mundo.
0.1. ENTRADA
Mi presencia aquí obedece a la necesidad
de volver a pensar, criticar y valorar ciertas posturas intelectuales, ciertos
argumentos y ciertos discursos sobre la identidad salteña. He venido hoy aquí,
pues, con el firme propósito de contribuir a la construcción de conversaciones
alrededor de problemas cruciales en los debates actuales de nuestra sociedad.
Uno de esos problemas, el que aquí abordaremos, es el de la identidad salteña
como proyecto de integración excluyente
en relación con diferentes alteridades que dinamizan la historia reciente de
nuestra región. Hablaré, a fin de cuentas, no de representaciones de la ciudad
sino de ciudadanías representadas en un ensayo de Santiago Sylvester[2] .
Acaso parezca que no hablo de literatura, acaso termine hablando como ella,
acaso nos usamos, nos frecuentamos seguido y por eso hemos llegado a un
entendimiento.
1. LOS INVITADOS
Estoy aquí. No hay forma de que
otro pudiera estar aquí, en lugar de mí. Sin embargo, nada de lo que he venido
a decir lo digo yo. En efecto, no es la primera vez que alguien lo dice, si
bien es la primera vez que yo lo digo en esta forma. El discurso que
deconstruye la identidad salteña en el siglo XX y principios del XXI es un
discurso que representa el esfuerzo colectivo, desde posturas diversas, para
interpretar ese concepto en diferentes terrenos de lo social.
En el momento de escribir este
texto, he consultado una línea de investigación bastante verosímil ligada a la
antropología urbana[3],
por un lado, y al análisis del discurso[4],
por otro, representada por numerosas tesis universitarias (de la universidad
pública) que problematizan la cuestión: la construcción del turismo como
estrategia de invisibilización de la diferencia (Salta ‘La linda’); la
formación de un gobierno neoliberal como consolidación de un Estado excluyente
y conservador (el romerismo y el actual gobierno); las apropiaciones de ciertas
prácticas populares por parte de las elites con el fin de manipular las
representaciones (la fiesta del Milagro, el coqueo); la invención de algunas
tradiciones (como las ligadas a la figura de Güemes); los litigios y la
judicialización de las identidades (como el caso de la rusa María); las territorializaciones de los nuevos nómades (los
artistas callejeros y los artesanos).
Todos estos trabajos aportan
numerosas indagaciones teóricas e interesantes análisis acerca de las
diferentes prácticas sociales enumeradas y construyen, a mi entender, la
representación de que el problema mayor no está en saber qué somos sino porqué solo algunos pocos tienen acceso
privilegiado a la instancia enunciativa de los discursos sobre la identidad.
En esta dirección me comprometo el día de hoy, el del cuestionamiento de la
legitimidad de ciertos discursos sobre la identidad de Salta (luego habrá que
ver si con Salta nos referimos a la
ciudad o a la provincia), para lo cual analizo un libro de ensayos de Santiago
Sylvester titulado, no sin cierta contradicción con su contenido, La identidad como problema.
2. SALTA ENTRE LAS FÁBULAS DE
EXTINCIÓN Y EL PAISAJISMO
Entre los muchos aspectos del devenir
errático de la argumentación de Sylvester en su libro sobre la identidad del
norte argentino, tenemos que enumerar aquellos referidos a la elaboración
cuidadosa de un relato elitista
basado en la integración excluyente[5] de
elementos (que llamaré alterizantes porque producen, con
diversas intensidades, representaciones del otro
al interior de un discurso que se pretende homogéneo). Ahora bien, el problema que quiero plantear
no guarda relación directa con las representaciones de la ciudad sino con las
ciudadanías representadas, es decir cómo en el discurso sobre la identidad de
Salta, hay una construcción acerca de quiénes pueden participar en ella, ya sea
como identificados o como constructores de esa identidad. Así pues, la
característica del ensayo de Sylvester es la restricción al ingreso de ciertas
ciudadanías que ponen en crisis la hegemonía del discurso que su texto
representa.
La identidad, como la pienso, es
más una oportunidad para la crisis
creativa: la irrupción pública de la mujer en la vida social y política es
uno de los elementos críticos de la identidad masiva salteña; la otra la
llegada de inmigrantes de Bolivia y del interior de la provincia (sobre todo de
las zonas andinas); la otra es la de los sectores plebeyos de las periferias urbanas
(lúmpenes, prostitutas, convictos, drogadictos, yutos); otra la de las
comunidades originarias del interior de la provincia, sobre todo chaqueñas. La
alteridad de estos colectivos no solo critica sino que demuele la solidez del
discurso identitario masculino, criollo y aritocratizante de Salta.
Tengo la impresión de que hace
mucho tiempo que en Salta no se admitía la relación entre política y
literatura, entre lo político que hay en los discursos de la crítica y el
ensayo y la escritura literaria. Escritura que, por cierto, no necesita la
explicitación de un contenido político para serlo, muy al contrario,
se trata de los alcances representativos que tienen los discursos acerca de las
comunidades de cuerpos cívicos[6].
En otras palabras, qué sentidos permiten percibir ciertas escrituras y cuáles
se empeñan en desvanecer, conjurar, destituir, menospreciar u ocultar los de
los otros.
La escritura de Sylvester
participa, en este sentido, de un relato que selecciona y jerarquiza elementos
disímiles a fin de representar una identidad criolla de elite, letrada,
masculina, moderna y occidental. Para ello recurre, entre otras estrategias, a
una fábula de extinción: la del indígena. Dicha fábula se deja traducir como el
relato de la historia en donde las poblaciones indígenas, su territorio y su
participación en la vida pública han sido ‘exterminados’ o ‘aniquilados’
primero por los conquistadores, luego por el ejército en las ‘guerras’ de
frontera del siglo XIX. Es decir que es un relato acorde con los de la construcción
del Estado nacional (Montaldo, 2004).
Salta, desde luego, admite la influencia quechua[7].
Sylvester, por su parte, afirma: “Siempre he pensado, y sobre todo cuando vivía
en España, que la gran contribución de la zona andina al idioma español es el
silencio” (67). Numerosos artículos lingüísticos y sobre cultura abordan este
tema. Pero si de la lengua quechua quedan vestigios, de los cuerpos de sus
hablantes no ha quedado nada. Antes bien, configura un elemento emotivo
religante que incluye al sujeto dentro de una tradición personal de clase:
refiere a cómo hablaban los mayores. En ningún caso la integración de ‘lo
quechua’ en el habla propia y de los demás constituye una marcación étnica o
una adscripción problemática a una identidad soterrada por la conquista.
Por otro lado, hay aquí un
fenómeno que podemos llamar andinización:
la naturalización acerca de que en Salta hubo indios que hablaron quechua pero
que ya no existen salvo como vestigios léxicos en el español moderno de la
región. Una posible interpretación de este fenómeno puede residir en los
procesos de campesinización de las naciones indígenas afincadas en el área
andina, desmarcados de ese modo como indígenas para ser marcadas y absorbidas
por las clases proletarias mestizas del campo. De este modo, se acepta su
ingreso al discurso identitario de Salta a cambio de que ya se hayan extinguido
como sujetos participantes de los acontecimientos históricos y, además, que
hayan pertenecido a la ‘civilización’ inca y no a una etnia local. Prueba de
ello en el espacio urbano es el MAAM.
El problema, sin embargo, no es
porqué disminuye el repertorio de voces quechuas en la lengua española sino
porqué sus hablantes originarios han desaparecido. Por otro lado, esa
apreciación regionaliza la identidad salteña dentro de, por lo menos, dos
límites: uno, geográfico, el del territorio nacional, con lo cual queda
desligada de Bolivia, donde el quechua no es una lengua muerta, y sus hablantes
transforman profundamente las estructuras culturales de su país; y, otro,
dentro de los límites históricos del capitalismo moderno.
Ahora vayamos un momento al
Chaco. Por más que Sylvester sepa que allí hay indios, no sabe decirlo más que hablando de otra cosa. Así pues,
cuando tiene la oportunidad de pensar la alteridad como uno de los problemas de
una identidad pluricultural salteña, la deja pasar para conversar acerca de
la biografía ficcionalizada de Federico Gauffín, autor de la más que
problemática novela En tiempos de Magú
Pelá, y cómo se convirtió en un escritor
de verdad recién cuando fue animado
por el patriarca Dávalos. Este es un
ejemplo de lo que sostuve en otras oportunidades acerca de la interpretación
como un proceso selectivo en el cual el sujeto decide dotar de mayor relevancia
a ciertos signos por encima de otros. Luego de la biografía de Gauffín, afirma
lo siguiente: “La construcción del paisaje en literatura no es asunto menor”
(189). Con este enunciado, Sylvester construye el territorio ‘denso y totalmente ajeno de los aborígenes’ (188) ‘de
culturas comparativamente primitivas’ (192) en un espectáculo de ‘montes, palmares y desiertos’ (183) tórridos.
Si Salta, en la representación
de sus hablantes, tiene influencias
quechuas, en cuanto a ciudadanías representadas no existe una marcación étnica
indígena que permita pensar la alteridad. Incluso cuando piensa en el
territorio provincial, pareciera que no existen comunidades indígenas porque
eso conduciría al problema de las disputas identitarias: admitir que existen, que participan en la vida
pública de un modo diferente a como las representan los discursos estatales del
turismo, la educación, la seguridad pública y el desarrollo social, supone
dejar en el absurdo la influencia
lingüística y modificarla por una interacción problemática de lucha por el
poder: el poder para acceder al archivo de la cultura letrada y apropiárselo de
manera insumisa, el poder para acceder a las instancias de producción de
sentidos públicos sobre las ciudadanías representadas y el poder para organizar
los cuerpos en sus vínculos territoriales. Nunca está de más recordar que Salta, con nueve etnias originarias en su
territorio, es la provincia argentina con mayor diversidad cultural[8].
Por lo tanto, tenemos una
versión sesgada de la identidad en Sylvester. Si es un problema, no es porque
sobre o falte identidad, como afirma el autor en los primeros textos, sino
porque se trata de una discusión política que no podemos resolver mientras los notables[9]
de las elites salteñas continúen teniendo un acceso preferencial a la
producción y distribución de representaciones acerca del otro.
La construcción de la mujer como
un actor secundario es otra manera en que la integración excluyente se
despliega en una estrategia particular, ejemplificado en la forma de citar
nombres pero no su participación ni su incidencia en la construcción del
devenir literario de la región, como el caso de Adela Agudo en la Carpa o, directamente, el olvido (a pesar de su pertenencia al
clan masculino de los Dávalos) de Sara San Martín, quien ni siquiera es
incluida en la Poesía del noroeste
argentino. Siglo XX compilada por Sylvester para el Fondo Nacional de las
Artes[10].
Esto sucede incluso cuando debe mencionar a una mujer ineludible como es Juana
Manuela Gorriti, quien es más reconocida por La cocina ecléctica que
por su calidad de mujer protagonista de una feminidad decididamente diferente
de la establecida en su época.
Si continuamos con la cuestión
de género, no esperemos encontrar nada más allá de lo masculino y (a veces)
femenino. La cultura del Norte, tal
el subtítulo del libro, la hacen los hombres. Las mujeres, solo cuando tienen
atributos de hombre, pueden ingresar, tal el caso de Mirta Rosenberg (que no es
salteña), cuando expone su discutible teoría de la poesía de pensamiento (105-
113)[11]. En cambio, la profusión de hombres semeja un
baño imperial romano o, si lo pensamos con mayor castidad, un monasterio de
reclusión en las montañas.
Al mismo tiempo, Sylvester
recupera una representación aristocrática para referirse a la tradición
literaria desde mediados del siglo XX. Así pues, denomina ‘patriarca’ a Dávalos[12].
Instaura, de esa manera, un linaje patriarcal cuya ley, lo sabemos, es la
verticalidad y cuyo impacto más evidente golpea los cuerpos. Veamos: “Dávalos
fue quien llamó la atención sobre la tierra propia como asunto, y lo hizo poderosamente: con la contundencia
necesaria para construir una región” (31, énfasis mío). Podemos discutir si la
estética puede estar desligada de la política, pero me parece indiscutible que
la poesía de pensamiento, como la expone
en este libro, resulta una interpretación que banaliza las posibilidades de la
poesía de afectar la percepción de la realidad. Tal y como la entiendo yo, la paisajiza
y no por un descuido sino como programa[13].
La irrupción de la política debe ser controlada porque altera la tradición, la
somete a la contingencia histórica, en comparación con la cual resulta rígida
(Bertini, 2006). El argumento que aporta Sylvester para la paisajización en este caso resulta discreto, cuando no rebatible:
“la proximidad rural” (63). Afirmación que, una vez más, neutraliza el
verdadero problema del paisaje como
construcción de la elite para controlar la movilización social: uno es
parte de la tierra, del suelo, un accesorio pintoresco que sonríe para la foto.
Volveremos sobre el tema.
En este sentido pueden
concebirse sus declaraciones, en un simposio sobre erotismo realizado en Salta
en 2012, en donde “mencionó una charla con Diana Bellessi en la que le
preguntaba el porqué de la aparición de vaginas y orgasmos en la poesía de
mujeres”[14],
“habló de una poesía chabacana que se produce en Buenos Aires hoy” y “cerró
preguntándose acerca de la finalidad de la recuperación del cuerpo de la mujer
(desde la mujer) si éste siempre había sido importante en nuestra cultura”.
Bástenos mencionar, para pensar en la importancia del cuerpo de la mujer, que en
días pasados se debatía la iniciativa del concejal Aroldo Tonini para declarar
a la ciudad de Salta, ‘ciudad pro vida’.
Por otro lado, sostiene que la
tradición literaria de Salta es ‘de buena calidad’ y que sus mejores momentos
‘han provenido de la apertura’ (23), lo que ‘ha permitido sumar una comprensión
abierta del mundo’ (13). El tópico de la calidad será recurrente en el texto
como estrategia defensiva ante los embates de la posmodernidad, primero, y como
reafirmación de la masculinidad de sus protagonistas. En efecto, la mayor
incidencia en los procesos que transformaron
la literatura regional (y hasta diría argentina) durante el siglo XX está
atribuida a hombres atentos a las tradiciones occidentales[15].
Otro punto discutible remite a la consolidación del paisaje como una
elaboración política neutralizante: la contemplación en contra de la hipótesis
de la proximidad rural. Sylvester nos quiere hacer pensar que Dávalos
escribía como lo hacía, sencillamente porque vivía en San Lorenzo, rodeado de
‘naturaleza’. Por el contrario, las elites se apropian del espacio y lo
representan como una constatación de aquello que no cambia: el paisaje, tanto
da si se refiere a la ciudad como al campo. De este modo se representan a sí mismos como quienes lo controlan, sin que importe
demasiado quiénes viven adentro de él. En el discurso literario, esto
sucede con particular énfasis en los patriarcas Juan Carlos Dávalos, en
relación con el paisaje rural, Raúl
Aráoz Anzoátegui y Santiago Sylvester, en relación con el paisaje urbano. La construcción del espacio como paisaje supone una
contemplación abstracta de la realidad, casi al borde de lo fantasmagórico, supone la formación de un punto de vista que, más que mirar,
enseña a mirar. Una pedagogía del ojo y la distancia, de la captura de
objetividades sin espíritu, sin historia y sin tacto.
En el territorio, justo allí donde el paisaje se vuelve microscopía de
cuerpos apretujados y carnes abundantes, en cambio, tiene lugar el espacio vivido como presencialidad agonística, en donde
las movilizaciones de sentidos sociales provocan disputas entre colectivos
diferentes por imponer una interpretación, un plan de acción y reglas de
vinculación comunitaria. El territorio es allí donde uno tiene que ‘ganarse la
vida’. El paisajismo, entonces, favorece a un espectador sedentario, al
mismo tiempo que incorpora los cuerpos de los otros como elementos para formular ese paisaje y no como actores
que también puede asumir la responsabilidad de esa representación. Pienso en un
cartel de hace unos años de la Secretaría de Turismo, en donde un niño andino
salía riendo en primer plano y con atuendos típicos de su comunidad. El slogan
del afiche insistía, como por otra parte lo hacen implícitamente otras
publicidades estatales, en la cortesía hacia los turistas, en la sonrisa
siempre oportuna y en la disposición al servicio. Allí, el niño devenía un
accesorio del paisaje y se lo destinaba a la servidumbre, en contra de sus derechos
a una vida plena[16].
Es decir, existe allí una diferencia entre la ciudadanía y la representación
identitaria de ciertas prácticas, como en el caso de la apropiación del ritual
de la Pachamama que se lleva a cabo en
la plaza 9 de julio los primeros días de agosto on demand.
En este punto, quiero plantear
diversos modos de apropiación de los bienes culturales. Por un lado, la que
ejerce la elite salteña en relación a las prácticas populares, para
estandarizarlas y ajustarlas a su propia identidad; y por otro, la que hacen
los sujetos plebeyos. Me interesan
aquí dos fenómenos expuestos en este libro: la oralidad y el avance de las
tecnologías de la comunicación.
En cuanto a la oralidad, ésta
pareciera depender de la cultura letrada, la que no solo tiene la función de
conservarla sino de legitimarla. Así pues, aunque existen ‘buenas’
composiciones orales, es necesario recalcar que “precisamente en Salta ha
habido, como se sabe, poetas que han agregado mejores coplas al cancionero
popular” (70). En consecuencia, la
oralidad, a menudo confundida por este autor con anonimia, folklore y popular, demarca unos límites bien
precisos a las posibilidades participativas de los sujetos que producen
sentidos públicos por fuera de la ciudad letrada.
En esta relación entre oralidad
y escritura persiste con claridad el grafocentrismo propio de occidente. Con
mayor énfasis podemos apreciar esta conclusión en la valoración acerca de las
obras de folkloristas y recopiladores
como Augusto Cortazar y Alfonso Carrizo. Del primero toma unos conceptos ya
superados, al segundo le atribuye el haber salvado a una oralidad moribunda de la extinción (81)[17]. Dicho esto, las prácticas literarias orales y populares, pasan a
formar parte del archivo letrado. Una vez ingresadas allí, la pericia técnica
de los especialistas no tienen más que mejorarlas.
Una aristocratización similar se
observa en la construcción del lector de la poesía de pensamiento: es ‘el más
“formado” […] el que exige que se escriba para quien procura conocimiento […] y
está en condiciones de asentir o discutir con razones fundadas” (111). Así,
esta experticia genera otro límite: no todos pueden acceder en igualdad de
condiciones. La preservación del acceso diferenciado, en última instancia, es
otra manera de integrar excluyendo. Un ejemplo bastará: un coplero pone a
Cupido entre sus versos, Carrizo le pregunta quién es Cupido y obtiene “No sé,
señor, tal vez será el diablo” (77). Lo popular, además de estar condenado al
anonimato, solo puede llegar a la escritura merced a un intermediario experto,
con ‘nombre propio’[18]
que opera según parámetros policiales.
De acuerdo a lo anterior podemos
colegir que la tradición, además de
ser un ‘legado’, constituye un archivo en donde buscar legitimidad,
cuya característica principal es la disponibilidad (pretendidamente) pública
elaborada por las elites de escritores pero
no el acceso a la escritura propia como instancia de participación. Solo lo
pueden hacer, legítimamente, quienes escriben
bien[19].
Sin embargo, podemos corregir lo
anterior cuando pensamos en las tecnologías de la comunicación, sobre todo en
internet y lo que permite y restringe. El archivo cuidadosamente elaborado
durante el siglo XX, con su ‘calidad’ y sus ‘nombres propios’, llega al siglo
XXI amenazado por la disolución técnica. El problema aquí, según Sylvester,
reside en dos posibilidades y dos temores complementarios: cualquiera puede acceder al archivo letrado si cuenta con una
conexión, con lo cual no hay requisitos de experticia; puede acceder a cualquier
tradición, con lo cual diluye la especificidad local[20].
Hallamos aquí una contradicción:
si antes la apertura era positiva, ahora pone en peligro los fundamentos de la
identidad local. Por otro lado, hay un temor no expresado: ese cualquiera que ingresa a internet, que
busca y encuentra, de manera fortuita en muchos casos, ‘datos culturales’
extraños (como llama Sylvester a la información que se obtiene en la red), se
convierte en un agente transformador de la tradición local. Es decir, no solo
no necesita experticia para leer, tampoco la necesita para producir sentidos y,
esta es una gran diferencia con Carrizo y la modernidad del siglo XX, puede
prescindir del juicio crítico ajeno
para legitimar su propia producción. El
peligro para el salteño promedio se funda en la relativa facilidad que
encuentran las nuevas subjetividades para conformar comunidades (más o menos)
autónomas de algún centro de poder.
La finalidad de la existencia del archivo letrado, entonces, sería la
de posibilitar el acceso a la escritura de otros, es decir al mundo dicho por
otros, pero no parece habilitar a los otros
para acceder por sí mismos a la escritura. Lo podemos observar en el
prurito de Sylvester cuando analiza las producciones de los nuevos escritores
(nuevos a principios del siglo XXI), sobre todo, cuando piensa que éstos ya no
usan la tradición local como referencia debido a la invasión tecnológica. Sin embargo, ese archivo es recuperado y
trabajado en la escritura de otros como Juárez Aldazábal, Eduardo Robino,
Geraldine Palavecino y Darío Villalba, incluso podríamos aventurar algo similar
para Roberto Acebo, Jesús Ferreyra o Atilio Eduardo Romano, si bien con otros
matices.
Creo, por mi parte, que los
escritores más jóvenes consideran ese archivo como uno más entre otros disponibles
pero, sobre todo, que esa tradición literaria no les sirve para escribir o
pensar Salta desde una perspectiva plebeya,
como considero que es la escritura de muchos de estos autores. Aquella
tradición es la contrapartida de estas escrituras que abrevan, por distintas
vías, en los escritores considerados menores como Rosa Machado, Sara San Martín
y Jesús Ramón Vera[21],
o leídos a menudo con actitud despolitizante como Walter Adet o poco
considerados como Santos Vergara. Cabe añadir aquí una nueva paisajización: “los poetas jóvenes
sienten que el yo imaginario desde el que finalmente se escribe no se pasea
tanto por las veredas de Salta, Jujuy o Catamarca, ni mucho menos por las
localidades rurales de cualquier provincia, sino por el paisaje universal, que
tampoco pertenece necesariamente a un sitio, pero sí ferozmente a la época”
(54, énfasis mío).
3. SALIDA HACIA LA CALLE
Otro punto que repasaremos es el
siguiente: las elites aristocráticas
modifican sus formaciones sociales para acompañar a los cambios en el resto de
la sociedad pero dejan intactas ciertas prácticas simbólicas como la
herencia patriarcal o los rituales de presentación en sociedad de las señoritas
del Club 20 de Febrero. Desde luego no es la misma situación, sin embargo hasta
hace poco los libros de autores salteños se presentaban en la Casa de la Cultura, un ejemplo de espacio pensado estratégicamente
para confundir lo público con la gestión estatal, que de esa manera opera
con la lógica de la integración excluyente.
A menudo, el ejercicio de un
derecho, la apropiación de un derecho, consiste en ocupar un lugar. Si ese
lugar no existe, si no hay cabida, se inventa. Las prácticas también inventan
su territorio, generan y fuerzan la emergencia de sujetos antes excluidos.
Pensemos en las personas que se trasladan de las barriadas del sudeste de la
ciudad al norte para armar precarias ‘viviendas’ en las orillas inundables del
río Vaqueros. No están haciéndose visibles,
eso resulta obvio, están haciéndose presentes,
lo cual es más problemático, porque si no bastaría con cerrar los ojos en vez
de enviar a la guardia de infantería a desalojar sus cuerpos durante las horas
de la noche. Es también lo que viene sucediendo con las comunidades originarias
en el gran Chaco. Es, creo, una buena forma de diferenciar paisaje de
territorio: en uno prima la visibilidad, acaso cierto reconocimiento; en otro,
en cambio, la presencia y la acción afirmativa, transformadora.
En síntesis, el libro de
Sylvester no problematiza, como hacía esperar su título, la cuestión de la
identidad, tampoco puede afirmarse que sus conclusiones deban proyectarse a la
cultura del Norte. Antes bien, se limita a la descripción de un proyecto de
homogeneización de la identidad, avalado por las elites intelectuales de Salta,
en el marco de una continuidad histórica que solo contempla y amplía los
parámetros instalados por Juan Carlos Dávalos para la producción de sentido
alrededor de la diferencia. El
problema, el que yo encuentro, y esto lo podemos discutir, es si la editorial
de nuestra universidad pública es también un espacio público.
Por último, si bien es cierto
que este debate no está para nada resuelto, también es necesario adentrarse en
nuevos territorios, ahora sí empezar a hablar de otros temas. Considero que la anti salteñidad o la contra
salteñidad, es decir los discursos cuyos fundamentos residen en una
construcción opositiva, deben en algún momento explorar lo que, por un
movimiento lógico, le continúa: aquello
que hay ahora como proyecto. No será una tarea menor. Al parecer, por lo
que pude conversar, sobre todo con los más jóvenes, existe una especie de
reemplazo discursivo: la anti o contra salteñidad, propia de ciertos sectores
intelectuales progresistas, en lugar de la salteñidad aristocratizante de los
sectores conservadores. Quizás ha llegado el momento de insistir, más que en la
crítica de la homogeneidad y el reconocimiento de la diferencia, en las
acciones transformadoras que los devenires comunitarios otros proyectan hacia el futuro compartido. Como en aquél poema de
Ramón Vera sobre el indio comparsero, hay que ‘volver al barrio/ y al trabajo
de todos los días’, andar siempre un poco más, prestar oído y tacto a los
cuerpos que precisamente, después de amar, trabajan, recién entonces volver y,
sin renunciar a la intemperie, ponerse a escribir de nuevo.
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[1]
Cotopolitanos es una invención léxica
que proviene de coto y cosmopolitano. Aparece citado en la
página 29 de Bertini, 2006.
[2]
La identidad como problema. Sobre la
cultura del Norte, Mar del Plata, EUDEM- EDIUNSA, 2012.
[3]
Ver, por ejemplo, las tesis de Flores Klarik (2001), Andrea Villagrán (2008),
Cecilia Espinosa (2009) y el libro colectivo coordinado por Sonia Álvarez,
Poder y salteñidad.
[4]
Ver las tesis de Paula Bertini (2008), Diana Guzmán (2010).
[5]
La integración excluyente está pensada como una estrategia retórica de inclusión
de dos o más elementos en uno condensador que, en realidad, lo encubre o lo
hace desaparecer, con lo cual lo vuelve tolerable (la diversidad de género
excluida en el ‘genérico’ hombre; el indio y el criollo transformados en
‘mestizo’, donde el indio desaparece). Es, en efecto, una estrategia de
neutralización política de la diferencia que podemos llamar general, en
contrapartida de otras que podemos llamar particulares y en donde aquélla se
despliega.
[6]
Ver Richard Sennet, “Cuerpos cívicos” en Carne
y piedra.
[7]
Esta influencia se metaforiza como un
vestigio lingüístico en las disciplinas bajo el rótulo de ‘sustrato’. En el
caso que nos ocupa, se limita a un repertorio léxico equiparable a los
arcaísmos, que ante la modernización creciente de las tecnologías de la
comunicación pierde ‘cantidad’. El avance de las tecnologías y de la cultura de
masas sobre las prácticas sociales, en general, es percibida por Sylvester como
una amenaza a la estabilidad y conservación de la identidad del norte. Un
sentido distinto del término influencia
puede leerse en “Corporalidades Negras en Cuerpos Blancos: Reflexiones en torno
a Performances Afro en el Noroeste Argentino” de Cecilia Espinosa y Sofía
Checa, por ejemplo: “De aquí nuestro posicionamiento como “afroinfluidas”(Echazú,
2011), en el sentido [de] que quienes nos apropiamos de estas prácticas e
historias (sin ser necesariamente afrodescendientes en términos genéticos) en
un contexto nacional/regional/local históricamente racista, estamos “haciendo
cuerpo”, memorias y demandas de sectores que han sido estigmatizados y
subalternizados histórica y socialmente, y que proponen, a su vez, nuevas y
otras experiencias de mundo”, p. 12, y sobre todo nota 43.
[8]
Si bien se discute actualmente el reconocimiento de comunidades Lules y
Atacamas.
[9]
Tomado de la monografía de Eliana Heredia, “El anarquismo en Argentina” en la
que sostiene la existencia de prácticas cristalizadas en las sociedades de las
provincias que denomina nepotismos
provinciales. Dichas prácticas generan representaciones
sociales que desactivan la movilidad social de los actores, puesto que tienden
a perpetuar en lugares estratégicos de poder a las élites dominantes: “estos
grupos no son ni se imaginan iguales. La desigualdad y la jerarquía son
públicamente reconocidas, son consideradas como naturales. Estas categorías nativas de superioridad “naturales” son
encarnadas en una actor especifico, el
notable, quien es la única voz legítima de enunciación […] Los notables eran personas con educación y
erudición, en su mayoría pertenecientes a familias de renombre de la clase
aristocrática, los depositarios no solo de la tradición sino también del poder
político y económico.”
[10]
Esta exclusión ha sido salvada, de alguna manera, por el trabajo colectivo Elogio de la poesía, coordinado por
Raquel Guzmán.
[11]
Ésta permite pensar la poesía de Sylvester como una continuación de su obra
ensayística.
[12]
Desde luego, no es el único ni el último. Para un análisis de esta cuestión,
ver Elisa Moyano, 2004.
[13]
Sobre Joaquín Castellanos dice: “Dejo deliberadamente
de lado su obra de reflexión política que, por su misma intención, está referida a la realidad más cruda e inmediata
[…] también es un hecho que su creación literaria está referida, en todo
caso, a problemas que, aunque impliquen los problemas locales, no tienen mucho
referente regional: no es lo mismo hablar de la condición humana que situarla
en un lugar geográficamente reconocible. Lo que hizo, por lo tanto, fue
abastecerse de su época, estar atento al período concreto que le tocó vivir, y traer a Salta la visión más renovada del
siglo XIX para sumarla con éxito (y ese éxito es lo definitivo) a la cultura
local.” (16, énfasis mío)
[14]
Todas las citas corresponden a una breve memoria redactada por Elisa Moyano y
distribuida por mail (06/06/2012).
[15]
“entrar literariamente en el siglo XX” (35) significa aceptar la cultura de
Europa occidental en sus versiones vanguardistas, “ingresar en eso que llamamos
modernidad” (51).
[16]
Ver las tesis citadas de Flores Klarik y Bertini.
[17]
El ensayo de Ricardo Kaliman Alhajita es
tu canto, El capital simbólico de Atahualpa Yupanqui, esclarece
algunos términos referidos al folklore como disciplina y como práctica, además
de aportar la idea de que los folkloristas no rescatan algo que estaba por dejar
de existir sino que estabilizan y literaturizan la oralidad popular. No
debemos engañarnos, en esos cancioneros no existe una fidelidad, hay una
transposición semiótica en la que la oralidad pierde mucho de su especificidad
performativa al ingresar al sistema de la lengua escrita.
[18]
Las diferencias que este libro establece entre popular y culto se distribuyen,
respectivamente, así: oralidad, anonimato, experiencia directa de la
naturaleza, campo; escritura, nombre
propio, conocimiento letrado occidental, ciudad.
[19]
Un argumento similar figura explícito en la recopilación de notas de Antonio
Gutiérrez para el diario Punto uno de Salta, titulado, para que nadie lo
olvide, Las columnas de Antonio Gutiérrez,
auspiciado por el Gobierno de la Provincia de Salta. Los artículos son
“Literatura y mercado” (45) y “Psicoanálisis y literatura” (60).
[20]
“una tradición cultural interceptada por una información inmediata, universal y pública, que cualquier persona puede abordar sin
salir de su casa con sólo tener la tecnología básica” (52, énfasis mío).
[21]
De Machado y Vera, Sylvester apenas considera que ‘sus asuntos poéticos se han
ampliado’, imputándoles implícitamente un énfasis en lo político, en la
precariedad de la realidad inmediata,
que al parecer atenúa las virtudes de
la literatura.