“El valor de una interpretación no se mide por el hecho de que sea literalmente fiel o no a un objeto – el texto – escurridizo, sino por el hecho de que sea o no, como lo exige justamente Barnes, ‘interesante’ y ‘fecunda’.” Pierre Aubenque, Sí y No.
La interpretación modifica el sentido, no puede evitarlo pues significa la intervención de una voz ajena al texto: quiere decir en sus propios términos aquello que el texto ya dijo por sí mismo. La interpretación se nos presenta como la prolongación repetida del texto de partida. Pero también lo euforiza provocando un exceso, una excrecencia, un tejido epitelial que aquél no poseía. Las interpretaciones son, acaso, de los conocimientos posibles sobre la literatura, los que más felices o desdichados nos hacen. También son campo fértil donde sembrar el malentendido: o lo vamos a dejar mover el mundo, en cuyo caso lucharemos por su sentido, o le vamos a dar el poder de imponerse a nuestra propia voz, en cuyo caso vamos a reproducir aquellas interpretaciones ajenas como si fueran nuestras conclusiones. De más está decir que, en rigor, no hay interpretación concluida, así como tampoco existen las interpretaciones propiamente ajenas, nuestra propia interpretación es una ajenidad: le pertenece en parte al texto “original” y en parte al otro que vendrá a reprocharme mi falta de dedicación a concluir la tarea que ahora él deberá retomar (aquello le pertenece a aquél yo que fue traspasado por la lectura). Una interpretación, dice Aubenque, es más o menos plausible según si presenta un máximo de inteligibilidad (cuanto más integre las partes de la obra en una sola dirección) y si presenta un máximo de productividad (cuanto más nos haga pensar). Es decir que una interpretación es también una invitación y una convocatoria a continuar la busca de los sentidos.
La interpretación crítica también es una intervención en los debates de una sociedad.
Finalmente: es una traducción de un original perdido a una lengua que yo mismo desconozco.
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