Es feo, dijo a las dos cuadras, con el semáforo en rojo tirando a verde. Él la miró de reojo y tragó aire hasta media cuadra. Resopló y remató una frenada algo brusca con un silencio violento. Ahora sí, la miró de frente, luego señaló la puerta como si le ordenara bajarse allí mismo. Ella sonrió incómoda y arregló su vestido, un poco arrugado por el cinturón de seguridad. Aún así es mi amigo, dijo él. Arrancaron de nuevo.
Después de un rato largo, ella miraba por la ventana. El aire incitaba a conversar del clima. Las nubes negras navegaban con formas de serpiente y trapo sucio. También podrían recobrar el habla haciendo teorías acerca de la convergencia entre los dueños y sus mascotas, a partir de la viejita huesuda que tironeaba tres caniches raquíticos por el parque. Ella tenía preparados sus argumentos a favor de señalar no solo la convergencia, sino también las ventajas y desventajas, no debemos olvidar que el parecido no lo es todo, también hay que observar si el dueño es capaz de sostener cierta autonomía respecto del animal, cuáles son las costumbres del bicho, cosas así. No es verdad, en definitiva, que uno es como su mascota, por darte un ejemplo, vos tenés un salchicha, ¿qué dice eso de vos?
Él entraría en la risa franca y todo quedaría olvidado. Ante ellos se abriría el tema del perro salchicha meón que él había rescatado de la calle, por pena. Luego le contaría la historia de la semana: cuando entra al departamento, el perrito salta del sofá y llora, salta y mea; de hecho, lo hace con cada invitado. Ella daría un paso atrás: con ese olor no se puede vivir. Él se defendería: sí, pero menos mal que no vivimos juntos. Bache: una noche sí, dos no, luego el fin de semana largo y ¿cuándo llevamos tus cosas? Él no quería moverse, quería vivir con ella, sí, pero sin moverse, qué haría con el perro.
La excusa del perro era muy débil pero podía aguantar un par de semanas. Él no veía la hora de que se muriera o de que le gustara a alguna de sus amigas y se lo llevara. No podía matarlo, ni siquiera de hambre, le parecía muy cruel. La excusa tan solo funcionaba porque a ella le gustaba estar sola de vez en cuando y sabía que podía dejar pasar algo de tiempo antes de caer en lo que parecía inevitable. Sin embargo tenía su dignidad y debía hacérselo saber.
- ¿Acaso no me querés? ¿Te importa más un perro?
Y él a explicarle, pisando el freno en la bocacalle porque el otro tendría prioridad de paso, sí, sí, te quiero, lo sabés, pero es mi casa, mis cosas y a punto estaría de decirle es mi vida, porqué tengo que mover mi vida de lugar. Ya estaría arrancando de nuevo, la sentiría estornudar como los gatos, al principio no se daría cuenta, ella comenzaría a llorar con la cara vuelta hacia la ventana y una mano sobre la gaveta, tecleando con las uñas puntudas y negras y él pensaría, ¿por qué negras?
Eso lo conduciría a todas las cosas que él detestaba de ella, sin rencor, más bien sería una lista de supermercado salvo porque en este caso servía para recordarle aquellas cosas que no debía comprar:
- Llora para hacerme sentir culpable y sabe que no puedo con la culpa
- Usa mi afeitadora para depilarse las piernas y las axilas y después lo niega
- Aprieta el dentífrico por la parte de arriba
- Siempre come el último bocado de mi plato y ella sabe que dejo lo mejor para el final
- Cuando cojemos, acaba antes que yo y se queda inmóvil, como una media res recién sacada del frigorífico; o no acaba nunca y luego me mortifica con sutilezas dos días seguidos
- Tiene mal aliento por las mañanas
- Fuma mientras estoy comiendo y me echa el humo en la cara
- Jamás cambia las toallas usadas pero dice que sí lo hizo
- Es impuntual pero no soporta esperar ni cinco minutos y eso que yo sí tengo motivos verdaderos para demorar, no como ella que pierde horas frente al espejo, lo cual me lleva a su insoportable vanidad
- Se la pasa hablando de su ex como si yo fuese la amiga que le pinta las uñas de los pies
Ahí, en la servidumbre, detendría la lista. De seguro ella tendría una similar, matizada con ronquidos, pedos, rascadas, eructos y toda suerte de sonidos que uno jamás habría imaginado sacarle al cuerpo, además de tapas de inodoros sin bajar, borracheras constantes, amistades sospechosas y una capacidad envidiable para ejercer el egoísmo más displicente a toda hora, como si fuese su trabajo de tiempo completo, que, por cierto, hacía rato no tenía.
Sí, se detuvo ahí mismo porque ella, en su frente, había dejado entrever dos ideas demoledoras: él roncaba como un tren y eso significaba soledad a largo plazo; y era infiel, y eso significaba que ella, además de saberlo, lo iba a dejar pronto. Ella lo miró y él pensó que ella podía soportar muchas cosas, menos esas. Incluso que él dijera así soy yo, qué le vas a hacer, durante los días en que jugaba con ventaja. Se despreciaban y sin embargo se habían acostumbrado.
Conocer al otro se había vuelto la costumbre del otro y las costumbres no se traicionaban porque invocaban el terror a lo desconocido: después de la soledad tendrían que vérselas con ellos mismos. Ya no importaba si contaban chistes, si comenzaban conversaciones emocionantes sobre temas que a ellos solo podían interesarles, mucho menos el sexo. Ellos se daban la seguridad de no estar solos y eso bastaba, era suficiente para viajar en paz, en cambio tuvo que decir es feo y quedarse callada, un feo enfático donde se acumulaban montañas de resentimiento, como si dijera es feo porque es tu amigo y todo lo que alguna vez se relaciona con vos acaba siendo repulsivo, yo misma me encuentro repulsiva y es tu culpa, tu culpa. En cambio, él tuvo que acumular silencio hasta por fin decir aún así es mi amigo, con la cara descompuesta, si la tuviera en la senda peatonal la levantaría hasta el cielo porque ella siempre sacaba conclusiones sobre todo y todos y la verdad, la verdad no sabía una mierda, eso era lo que en realidad quería decir.
Llegaron. Él le dio lástima. Bajó del auto sin despedirse. Subió a su departamento sin invitarlo. Él la siguió de todas formas. Ella hizo como si estuviera sola. Tomó una ducha y pidió comida. Sacó una cerveza de la heladera y esta vez sirvió dos vasos. Él estaba en el dormitorio, acostado. Comieron callados. Ella se durmió primero y él la buscó.
Cojieron. Ella, entre dormida y molesta, le dijo quiero que acabés afuera. Eso bastó para terminar la erección que le había costado conseguir, salió, dio media vuelta y se hizo el dormido hasta que se durmió de verdad. Despertaron muy temprano. Él antes que ella. Se vistió y esperó un rato que le pareció excesivo. Lo hace a propósito, pensó. Le molestó verla sonreír apenas abrió los ojos y le dijo chau, ¿me abrís? Ella, sin levantarse, pensó que tampoco tenía una copia de la llave del departamento de él, dijo ¿no te olvidás nada? Él titubeó, no sabía si se refería a una cosa o a un gesto, un beso tal vez, palpó sus bolsillos y le molestó no saber mientras ella acababa de darse cuenta de que sí le había preguntado por una cosa, el celular o las llaves del auto, pero que él debería haber entendido ¿mi amor, no te estás olvidando de darme un beso?, y besarla como en las películas. Los dos se enojaron pero se dieron un beso corto y seco. La tregua había sido firmada.
Bajó por el ascensor, ella abrió desde arriba. Subió al auto, arrancó y al llegar a su departamento le dio la razón, esto tiene olor a mierda. El perro no paraba de llorar y mearse, lo empujó con el pie, el empeine quedó mojado. Ya está, gritó, ya está, andáte para allá. El perro no obedeció pero se fue a la cocina, después de todo un animal no sabe dónde queda allá. Pensó llamarla, se arrepintió a mitad del número, era muy temprano para darle la razón, no solo a ella, a cualquiera, buscó una veterinaria en la guía y puso un papel para marcar la página. Prendió la tele, los noticieros todavía no empezaban a inventar el día nuevo, los infomerciales vendían electrodomésticos sacados de las repisas de un loco, todas las películas iban por la mitad. En algún momento tendrían que abrir. Nada había pasado, el futuro seguía intacto.
Después de un rato largo, ella miraba por la ventana. El aire incitaba a conversar del clima. Las nubes negras navegaban con formas de serpiente y trapo sucio. También podrían recobrar el habla haciendo teorías acerca de la convergencia entre los dueños y sus mascotas, a partir de la viejita huesuda que tironeaba tres caniches raquíticos por el parque. Ella tenía preparados sus argumentos a favor de señalar no solo la convergencia, sino también las ventajas y desventajas, no debemos olvidar que el parecido no lo es todo, también hay que observar si el dueño es capaz de sostener cierta autonomía respecto del animal, cuáles son las costumbres del bicho, cosas así. No es verdad, en definitiva, que uno es como su mascota, por darte un ejemplo, vos tenés un salchicha, ¿qué dice eso de vos?
Él entraría en la risa franca y todo quedaría olvidado. Ante ellos se abriría el tema del perro salchicha meón que él había rescatado de la calle, por pena. Luego le contaría la historia de la semana: cuando entra al departamento, el perrito salta del sofá y llora, salta y mea; de hecho, lo hace con cada invitado. Ella daría un paso atrás: con ese olor no se puede vivir. Él se defendería: sí, pero menos mal que no vivimos juntos. Bache: una noche sí, dos no, luego el fin de semana largo y ¿cuándo llevamos tus cosas? Él no quería moverse, quería vivir con ella, sí, pero sin moverse, qué haría con el perro.
La excusa del perro era muy débil pero podía aguantar un par de semanas. Él no veía la hora de que se muriera o de que le gustara a alguna de sus amigas y se lo llevara. No podía matarlo, ni siquiera de hambre, le parecía muy cruel. La excusa tan solo funcionaba porque a ella le gustaba estar sola de vez en cuando y sabía que podía dejar pasar algo de tiempo antes de caer en lo que parecía inevitable. Sin embargo tenía su dignidad y debía hacérselo saber.
- ¿Acaso no me querés? ¿Te importa más un perro?
Y él a explicarle, pisando el freno en la bocacalle porque el otro tendría prioridad de paso, sí, sí, te quiero, lo sabés, pero es mi casa, mis cosas y a punto estaría de decirle es mi vida, porqué tengo que mover mi vida de lugar. Ya estaría arrancando de nuevo, la sentiría estornudar como los gatos, al principio no se daría cuenta, ella comenzaría a llorar con la cara vuelta hacia la ventana y una mano sobre la gaveta, tecleando con las uñas puntudas y negras y él pensaría, ¿por qué negras?
Eso lo conduciría a todas las cosas que él detestaba de ella, sin rencor, más bien sería una lista de supermercado salvo porque en este caso servía para recordarle aquellas cosas que no debía comprar:
- Llora para hacerme sentir culpable y sabe que no puedo con la culpa
- Usa mi afeitadora para depilarse las piernas y las axilas y después lo niega
- Aprieta el dentífrico por la parte de arriba
- Siempre come el último bocado de mi plato y ella sabe que dejo lo mejor para el final
- Cuando cojemos, acaba antes que yo y se queda inmóvil, como una media res recién sacada del frigorífico; o no acaba nunca y luego me mortifica con sutilezas dos días seguidos
- Tiene mal aliento por las mañanas
- Fuma mientras estoy comiendo y me echa el humo en la cara
- Jamás cambia las toallas usadas pero dice que sí lo hizo
- Es impuntual pero no soporta esperar ni cinco minutos y eso que yo sí tengo motivos verdaderos para demorar, no como ella que pierde horas frente al espejo, lo cual me lleva a su insoportable vanidad
- Se la pasa hablando de su ex como si yo fuese la amiga que le pinta las uñas de los pies
Ahí, en la servidumbre, detendría la lista. De seguro ella tendría una similar, matizada con ronquidos, pedos, rascadas, eructos y toda suerte de sonidos que uno jamás habría imaginado sacarle al cuerpo, además de tapas de inodoros sin bajar, borracheras constantes, amistades sospechosas y una capacidad envidiable para ejercer el egoísmo más displicente a toda hora, como si fuese su trabajo de tiempo completo, que, por cierto, hacía rato no tenía.
Sí, se detuvo ahí mismo porque ella, en su frente, había dejado entrever dos ideas demoledoras: él roncaba como un tren y eso significaba soledad a largo plazo; y era infiel, y eso significaba que ella, además de saberlo, lo iba a dejar pronto. Ella lo miró y él pensó que ella podía soportar muchas cosas, menos esas. Incluso que él dijera así soy yo, qué le vas a hacer, durante los días en que jugaba con ventaja. Se despreciaban y sin embargo se habían acostumbrado.
Conocer al otro se había vuelto la costumbre del otro y las costumbres no se traicionaban porque invocaban el terror a lo desconocido: después de la soledad tendrían que vérselas con ellos mismos. Ya no importaba si contaban chistes, si comenzaban conversaciones emocionantes sobre temas que a ellos solo podían interesarles, mucho menos el sexo. Ellos se daban la seguridad de no estar solos y eso bastaba, era suficiente para viajar en paz, en cambio tuvo que decir es feo y quedarse callada, un feo enfático donde se acumulaban montañas de resentimiento, como si dijera es feo porque es tu amigo y todo lo que alguna vez se relaciona con vos acaba siendo repulsivo, yo misma me encuentro repulsiva y es tu culpa, tu culpa. En cambio, él tuvo que acumular silencio hasta por fin decir aún así es mi amigo, con la cara descompuesta, si la tuviera en la senda peatonal la levantaría hasta el cielo porque ella siempre sacaba conclusiones sobre todo y todos y la verdad, la verdad no sabía una mierda, eso era lo que en realidad quería decir.
Llegaron. Él le dio lástima. Bajó del auto sin despedirse. Subió a su departamento sin invitarlo. Él la siguió de todas formas. Ella hizo como si estuviera sola. Tomó una ducha y pidió comida. Sacó una cerveza de la heladera y esta vez sirvió dos vasos. Él estaba en el dormitorio, acostado. Comieron callados. Ella se durmió primero y él la buscó.
Cojieron. Ella, entre dormida y molesta, le dijo quiero que acabés afuera. Eso bastó para terminar la erección que le había costado conseguir, salió, dio media vuelta y se hizo el dormido hasta que se durmió de verdad. Despertaron muy temprano. Él antes que ella. Se vistió y esperó un rato que le pareció excesivo. Lo hace a propósito, pensó. Le molestó verla sonreír apenas abrió los ojos y le dijo chau, ¿me abrís? Ella, sin levantarse, pensó que tampoco tenía una copia de la llave del departamento de él, dijo ¿no te olvidás nada? Él titubeó, no sabía si se refería a una cosa o a un gesto, un beso tal vez, palpó sus bolsillos y le molestó no saber mientras ella acababa de darse cuenta de que sí le había preguntado por una cosa, el celular o las llaves del auto, pero que él debería haber entendido ¿mi amor, no te estás olvidando de darme un beso?, y besarla como en las películas. Los dos se enojaron pero se dieron un beso corto y seco. La tregua había sido firmada.
Bajó por el ascensor, ella abrió desde arriba. Subió al auto, arrancó y al llegar a su departamento le dio la razón, esto tiene olor a mierda. El perro no paraba de llorar y mearse, lo empujó con el pie, el empeine quedó mojado. Ya está, gritó, ya está, andáte para allá. El perro no obedeció pero se fue a la cocina, después de todo un animal no sabe dónde queda allá. Pensó llamarla, se arrepintió a mitad del número, era muy temprano para darle la razón, no solo a ella, a cualquiera, buscó una veterinaria en la guía y puso un papel para marcar la página. Prendió la tele, los noticieros todavía no empezaban a inventar el día nuevo, los infomerciales vendían electrodomésticos sacados de las repisas de un loco, todas las películas iban por la mitad. En algún momento tendrían que abrir. Nada había pasado, el futuro seguía intacto.
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