Un hombre atraviesa la puerta vestido de saco y corbata. Ocupa una mesa adornada con un florero rojo de cuello estirado y una flor de plástico amarilla del tamaño de un girasol. Huele la flor. Acomoda el nudo de su corbata. Coloca una servilleta sobre su pecho. Aclara su garganta. Levanta la mano. Aparece un mozo muy gordo. Acerca el oído hasta la boca del cliente y hace una cara de extrañeza. Se oye el susurro. Desaparece. Vuelve con una botella de vino, un vaso y una cesta de pan. El cliente agradece con un movimiento de cabeza. Se quita el bigote con gran parsimonia. El mozo retorna con un plato lleno de fideos. Se los viene comiendo a gran velocidad. Posa el plato vacío frente al cliente. Este lo mira con cierto rencor. El mozo tose y de inmediato le sirve vino. Luego hurga entre sus bolsillos y extrae una libreta, que pone en lugar del plato. El cliente sonríe gustoso. Hace el gesto de “puede irse”. De inmediato se encorva y hunde el hocico en el papel. Comienza a escribir pero se da cuenta de que le falta la lapicera. Levanta la mano enojado. El mozo lo asiste con celeridad. Se da un golpe en la frente y sonríe exhibiendo la lapicera, que le entrega a continuación. Mueve la cabeza de lado a lado sin dejar de sonreír. El cliente observa con cuidada atención el utensilio, lo sopesa, lo mide, estrangula un poco sus dedos con la mano libre y por fin se resuelve a escribir. Moja la punta de la lapicera en el vaso de vino. De vez en cuando le da un sorbo, sin dejar de escribir ni por un segundo. De a poco sus pelos se irán despeinando, su corbata se irá desanudando, la servilleta acabará siendo revoleada por los aires, deberá desabotonarse la camisa, quitarse el saco, entrar en calor, su mirada tendrá la majestad de lo inefable, del encuentro con lo sagrado. Mientras tanto el florero estalla y la flor crece, crece, de su tallo cada vez más alto nacen ramas. El cliente interrumpe su labor, arranca una rama y se la fuma. A continuación le crece una barba-césped tupida. El mozo se aproxima con un trapo e intenta limpiarlo pero el cliente no lo permite. Lo aleja a empujones y bebe todo el vino restante en el vaso de un sorbo. Por fin levanta la mirada con la libreta abierta entre las manos, como si estuviera listo para revelar su contenido. Después de meditar un instante con los ojos cerrados, decide levantarse. Camina hasta la puerta y se quita un zapato, lo analiza de cerca, lo huele, tantea la dureza de la suela. Con la media se limpia entre los dedos de los pies, la observa, está ensangrentada. Descansa sentado en el piso. Saca un clavo del zapato y comienza a martillar el tallo de la flor. Al hacerlo, de la madera comienza a chorrear vino. Llena otra vez el vaso y lo bebe de una sola vez. Luego se aferra al pequeño agujero y bebe directamente de ahí. El tallo comienza a desinflarse y el cliente cae borrachísimo. El mozo intenta impedir la caída pero es muy tarde. El cliente duerme debajo de la mesa, con el zapato en la mano y la boca muy abierta. El mozo da vueltas alrededor, le limpia la saliva de la cara, le cierra la mandíbula pero como no sirve de nada, le practica un nudo alrededor de la cabeza como cuando uno tienen paperas o dolor de muelas. Se retira detrás de un mostrador. Busca y genera gran desorden. Se aprecian objetos volando por doquier. Cuando recupera su posición junto al cliente, coloca el oído cerca de su nariz. Lo agarra de los pies y lo arrastra, luego lo levanta y lo coloca encima de la mesa, le abre la camisa, le quita el otro zapato y la media, le unta aceite de oliva en la frente, las palmas de las manos y las plantas de los pies. Se santigua, agacha la cabeza. Murmura pero no se entiende nada. La puerta se abre. Entra una mujer muy bella, muy gorda, tiene serios problemas para acomodarse en la silla. El mozo la atiende solícito. Le ofrece la carta. Ella señala algo y el mozo hace el gesto de chuparse los dedos. Entran dos mozos más, se llevan corriendo la mesa con el cliente semidesnudo. La mujer encuentra la libreta en el piso. La recoge, la observa de arriba abajo, la da vueltas y la hojea apresurada. Está por tirarla cuando parece descubrir algo de suma importancia. Entonces llama al mozo y le señala con el dedo una página, de manera enfática. El mozo asiente y desaparece. Al volver lo hace con los otros dos, la mesa y el cuerpo del cliente asado sobre la mesa. La mujer pone cara de espanto, se lleva una mano al pecho, incrédula. Indignada pide la carta y señala con gran furia un punto del menú. El mozo sonríe aliviado. Hace una señal a uno de los mozos y este sale corriendo para volver con una fuente de papas fritas. La mujer se muestra satisfecha y comienza a devorar al cliente asado. Después de un rato termina por dejar el esqueleto estirado sobre la mesa. No ha quedado ni una sola papa. Pide la cuenta. Paga. Deja una montaña de caramelos de propina. Ahora su trasero es dos veces la dimensión de cuando entró y le cuesta atravesar la puerta. Los mozos la observan inquietos, con lascivia, pretenden ayudarla, la empujan, le dan escobazos, emiten gemidos, a punto están de asaltarla cuando la puerta se rompe. Por fin le cortan unas tajadas a sus nalgas, que colocan con extremo cuidado en una fuente llena de fetas de jamón crudo. La mujer por fin consigue librarse y desaparece. El mozo principal coloca el esqueleto del hombre en un gancho para abrigos. Entra un niño pordiosero, macilento. El mozo le echa miradas de odio y le señala el camino por donde vino. El niño pone cara de perro regañado. El mozo le entrega el esqueleto. El niño se lo coloca en la espalda, encaja perfectamente, si hasta parecen sus propias costillas. Encuentra el bigote tirado en el suelo. Se lo pone. Sale contento, dando saltitos y silbando. El mozo sacude sus manos y desaparece. Oscuridad.
1 comentario:
hace rato q no daba vueltas por aquí. vi q pusiste varias cosas nuevas. leí este último y por alguna razón, me imagine que era una obrita de teatro, todo oscuro alrededor sin escenografia ni nada. en fin, me delire un poco. pero bien
muy bueno, saludos
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