Soy el último personaje que ha quedado en este relato. Los demás han huido cuando les mostré mis uñas largas, terminadas en forma de garras sucias. Les he sonreído pero mis encías purulentas no les hicieron gracia. Algunos recibieron heridas de gravedad considerable, otros todavía no se curan del susto, mucho menos del asco. Estoy acostumbrado, he sido lo peor desde Hitler. Usé y abusé de la confianza de mis amigos, hice llorar a un oso de peluche, tiré a mi abuela desde el balcón, apuñalé por la espalda a una bruja que predijo que en la próxima vida seré un bacilo de Koch (lo cual no deja de resultarme una extravagancia de su parte, pues creí que no había nada peor que esto), le robé la peluca rubia a una vieja pelada para pisotearla (a la vieja) en medio de la avenida San Martín en hora pico, robé las campanas de telgopor que habían quedado de la navidad pasada en la puerta de mi vecino ciruja (que agradezca que por lo menos tiene casa), derribé una de las paredes de mi vecino (que agradezca que por lo menos le quedan otras tres para taparse del frío), etcétera.
Soy el último de una serie de personajes que han ido pasando al olvido, yo mismo he pasado por ahí en varias oportunidades. Tan solo ha quedado un espectro que se alimenta de lo que transportan los cables de luz, las pantallas de las computadoras, los mensajes de texto, las llamadas telefónicas en horas de la madrugada (con este clima helado y las anginas en los bolsillos). ¿Cómo explicar que sin haber pedido esta soledad me la merezco?
Acabo de matar a mi perro. Permanece caliente un par de minutos y sus ojos se quedan abiertos. Las pulgas comienzan a juntarse, al principio sin un plan, luego saltan hasta mí, me chupan la sangre directo de las venas del cuello. Engordan. Revientan. Parecen morcillas. ¿Serán felices? Un gusano se multiplica en miles de arroces, un hervidero de termitas, racimos de hormigas negras, lombrices, lauchas, cucarachas, todo acude a contemplar el cadáver de mi perro congelado de pronto por la noche, por la mitad de la noche que lo parte a él en dos: materia en descomposición y recuerdo de una tarde correteando sin sentido. Pasado y porvenir hechos ya una sola amalgama viscosa que de a poco se va desprendiendo de mis dedos.
No sin sorpresa debí notar que pasaron meses, años, pero estaba tratando de recuperar el sentido más extraño de todos: el tacto. Me han sacado las muelas, los dientes, la lengua, los maxilares, el tabique, los parietales, el cráneo entero. Me los ha sacado la buena de mi gata en un arranque de felicidad. La dicha, si para mí consiste en algo, es en la felicidad de mi gata. Jamás le gana la fatiga cuando se trata de mordisquearme, de sacarme tajadas de piel, de arañarme las entrañas. Me someto a ella con toda la perversidad y movido por el secreto deseo de averiguar hasta dónde piensa llegar. Ha llegado lejos esta vez, se tragó mi tacto y, según puedo intuir, no piensa devolverlo ni como excremento. Así es como tengo que estarme sin poder tocar nada de nada. Qué nada toco en todo.
Sí, la nada, en todo desenvuelve su color. Recuerdo una escalera alfombrada, con baranda de madera sin pulir. Las astillas iban metiéndose en los dedos y sobre todo en las uñas. Me gustaba verlas teñirse de rojo en las puntas, como si ellas mismas se hubieran provocado la herida con su propio filo. Luego las astillas viajaban por el torrente sanguíneo hasta toparse con el corazón, donde descansaban de su labor destructora. En cambio emprendían la penosa tarea de darle una consistencia melancólica a la existencia. Pero ya estoy cerca de mi cama o, dicho de otra forma, no importa si es o no mi cama sino el estado de reposo, el cuerpo tendido, tenido sin tacto, sin ojos, descabezado y ridículo, apestoso, nada grave.
Sí, he sido muy malo. En especial con quienes pidieron no ser traicionados. A ellos los he traicionado poniendo todo mi empeño en lograr la perfección. La condena está, con todo, escrita en mi frente desde mucho antes de que todo sucediera, desde que nací. Sin embargo, hasta hoy, que ha quedado el último personaje del relato dando tumbos por la habitación, no me di cuenta. Me vi en el espejo, me entretuve un rato, todo era falso. Mi vínculo con las paredes de la casa, la casa misma, el olor de los malvones de la ventana, el paisaje recién fabricado por una mano temblorosa, los cerros dispuestos en conos de barro podrido semejantes a tortugas inconcebibles y en estado de reposo, hasta el agua que, sin saber si brota de mí a falta de llanto, inunda mi cuello y baja hasta el estómago, donde unos peces naranjas llenos de ojos nadan en círculos, fingiendo conocerse unos a otros.
He bailado sobre la tumba de mi padre. Antes he debido matarlo. Con su muerte también pagué la mía. Mi sangre por la suya. Interrumpí un poema antes de darle alcance y semen a la inspiración. Todo por verle brotar el sudor de su frente sin aire. Mirar cómo sus ojos inventaban el oxígeno. Y después la oscuridad. Y después de esto: esto: un prolongado y minucioso silencio ocupando el espacio y el tiempo entre yo y la oscuridad. Tan oscuro estaba que yo era lo último y lo más oscuro antes de mí mismo. Entonces esto: fui deshabitado. Y rodaron los pedazos de mi cabeza que todavía faltaban desprenderse, crujiendo con la delicadeza de una vereda en otoño, pero desde muy adentro de la deshabitación, precisamente allí donde yo no estaba ocupando lugar y sin embargo impenetrable y sin embargo sin contornos.
Eché del sueño a los insectos. Ya no respetaban que uno no tuviera límites y se metían a chillar, a darme mordiscones, a perseverar en la carroña. Todo lo sé porque en la oscuridad me gusta llamar a las cosas por su nombre: aquí la nada, allá también. Nada por todos lados, arriba, abajo, adelante, atrás. Es decir, las coordenadas de un extravío. Es decir, las resonancias de que alguna vez estuve conmigo. Y de tanto no saber vine a ser en la carnadura de una piel. De pronto fui la enfermedad carcomiendo el alma de un negrito del tercer mundo y junto a mí había otros bacilos de Koch, todos igualmente sometidos a la maldad inapelable. Éramos ese otro cuerpo de una manera en que nunca antes habíamos sido, lo habíamos convertido en un ídolo del mal, habíamos falsificado sus entrañas, las habíamos provisto de un motivo de lucha solo para burlarnos. Nos miramos y ahí, en plena autodestrucción vislumbramos que cada uno de nosotros era el último y solo entonces permitimos a nuestro negrito dar por cumplida su tarea.
De nuevo estoy desparramado, no veo más que mi voz nadando muy lejos, fluyendo a borbotones, espejada, cada vez más lejos. Algo dice pero no existe una lengua capaz de traducirla todavía. Estoy solo, soy el último que ha quedado y no pienso defenderme. Otra vez la oscuridad.
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