Pensando morir de risa, qué más quisiera que una canción cursi, dar amor, pero, ¿Daniel Johnston? La canción entra a mezclarse adentro de los vasos, consiste como la sangre, hay un crujir de hojas de lechuga, un par de manos expertas arma un niño envuelto en seda, al instante la crepitación de la brasita entre los dedos, la áspera invasión del vegetal. El aroma endulza, luego vivifica y renueva un pacto entre nosotros, la duración y la velocidad de las cosas de esta vida, de este lado de la vida. Por los cuellos, las manos y sus rotaciones lánguidas, por las risas y los hachazos del silencio cada tanto, digo que estamos colgados. Nos miramos pero como desde antes de conocernos de cerca, tenemos los ojos amortiguados, los párpados rellenos de vidrio, brillamos en la espesura de la sombra, de alguna forma somos arena bajo la luna llena, imagino cuervos, imagino camisas rellenas de paja, imagino arañazos en los brazos, imagino abrir la puerta, encender la luz y ver cómo se rompe el vacío en la atmósfera de mi casa, casi puedo provocar al viento, ingresar en la corriente lo mismo que un diente de león. Suben el volumen, entonamos la voz para hablar con claridad y sin embargo terminamos por evocar un malentendido ancestral. Creo que estamos descolocados por culpa de la humareda y nos gana por un segundo la turbación de sospecharnos máscaras, pero no, en verdad nos estamos encontrando. Naturalmente bailamos, porque nada nos lo impide y, en cambio, la invitación está en todas partes. Flotás, llevada, montada en una calesita de agua. Pronto algo en mí deja de funcionar, es cierto. O funciona mal. O las dos cosas. De repente estoy metido en mí, el yo mayor, el sí mismo que de todo quiere hacer su propiedad. Salto, sin embargo, eludo la conspiración del sentido, si todo lo tiene, ¿quién nos dirá cuál? Precavido es quien desconfía, deseoso el que huye. De a ratos incrusto mis ideas en un agujero hecho con la uña en las cáscaras de la pared. No es suficiente, además haría falta arrojar los intestinos a los perros, los ojos a los cuervos, los sesos contra el espejo, las venas a los gatos, los cabellos al fuego, los cuartos a un río (de preferencia uno a punto de recibir el abrazo marino, oh, perderse). Los huevos habré de llevarlos bien puestos hasta lo último, el glande habrá de ser destinado a engrandecer (englandecer) la historia de una lengua y, desde luego, no habré de desenvainarlo en vano. La canción sigue la pista de algún acorde extraviado, la seguimos sin saber dónde nos depositará. Nos soltamos, giramos, nos trenzamos, ella (vos que de pronto te volviste ella, ausente, desde qué lejanía nos estamos asistiendo) me aplasta, yo le beso los ojos, su lengua se rompe adentro de mi boca, traga todo mi aliento, estamos cada vez más borrachos, desencadenamos las bestias y nos piensan devorar. Después lo pienso y llevan las de ganar, ya no somos buenos para este juego, hemos quedado los autos chocadores más desprolijos, los ciclistas con menos equilibrio, los cirujanos sin pulso. Si llega, en suerte, una buena mano, llegará, mientras tanto vamos haciendo lo que se puede, falta envido y truco. Sin más piel que un andrajo, qué digo, mucha maleza, mucha, me despido al fin de los presentes, quiero amanecer en casa y noto, porque de pronto la voz es un murmullo de sofá, que mi carne transpira soledad por todas partes.
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