24.11.10

MARGINALIDAD / MARGINALIZACIÓN


Hablar de marginalidad significa establecer una relación: con respecto a qué centro un sujeto, un texto o una forma de producción es marginal. Existen condiciones de marginalidad social, literaria, del mercado editorial, económica. Luego habría que ver si quien habla en el discurso es un sujeto marginal, si el tema aborda el margen, si el discurso en sí mismo resulta marginal con respecto al sistema literario en donde se produce, al sistema crítico que lo legitima, al circuito editorial que lo distribuye, en relación al público que lo consume. Pero también podemos pensarla como un ardid publicitario: un sector del público a quien se le aprovisiona de literatura marginal para saciar sus ansias de autorrealización, su necesidad masturbatoria de estar al tanto de “la última novedad”, con lo cual se ha sustituido la palabra vanguardia (que ya resultaba anticuada y muy sospechosa de cierta complacencia burguesa pseudoprovocativa e inconducente) en vistas de un proceso creciente de marginalización. Marginalización muchas veces enunciada como principio rector de la labor de los mismos artistas, si se quiere podemos llamarlo proceso de automarginalización, pienso en la revista Intravenosa como un ejemplo claro de esto. Por otro lado, no resulta descabellado reconocer en cierta crítica el afán por encontrar (en el sentido de descubrir, develar, revelar, ¿inventar?) autores marginales, demasiado al margen de todo sin conseguir dar cuenta de sus valores estéticos y si ellos confluyen en una posibilidad política de emancipación. Cosa curiosa, más aun, paradójica, que lo rechazado sea abrazado de tal manera por quienes se encargan de legitimar discursos. Cuando menos, levanta suspicacias. ¿Qué se pretende decir al retomar la marginalidad para elaborar discursos críticos que, en la mayoría de los casos, no tienen ni la menor apetencia de ser ellos mismos marginales dentro de los circuitos universitarios? Produce efectos de insalvable distancia: acentuar o si se quiere reafirmar la utilidad avasalladora de las instituciones encargadas de disponer políticamente de los sentidos en detrimento de los discursos que no hacen más que impugnar sus mecanismos. Uno se pregunta si está bien que una crítica de corte universitario, con estructuras re-citativas (al estilo “ejemplo”: cita textual del objeto de análisis; “paráfrasis”: pequeña explicación intrascendente del ejemplo anotado; “concepto operativo”: cita de autoridad explicando porqué uno debe analizar de determinada manera y no de otra, o sea recurso a la voz del padre para que resuene en la propia voz – ¿cuán propia es una voz así? – la forma legítima de interpretar un sentido – ¿qué sentido tendrá sentir un texto de esta manera?) predique de un texto una marginalidad tan solo para acentuar su autoconciencia descubridora, como si de ese modo rindiera cuenta de sus preocupaciones por todo aquello que acontece en la literatura viva pero sin involucrarse demasiado en las consecuencias a que conducen esos discursos. Curioso, paradójico y peligroso ardid: tomar la literatura, objetualizarla, realizar rituales de canonización o excomulgación (o sea la asignación de un lugar y de su relación con los demás objetos), administrarle una buena dosis de prácticas discursivas mediadoras (conceptos operativos, fines pedagógicos, subordinaciones a retóricas teóricas altamente estandarizadas), con el propósito, expreso o inexpreso, de neutralizar sus efectos sobre los lectores. Al parecer ya no tenemos, por fin, después de tantos años, tantas páginas, no tenemos, digo, nada que decir de Borges, de Arlt, de Lugones y de Sarmiento. Debemos comenzar de nuevo, pero ¿dónde? Supongamos que buscamos en los textos que, solo de manera lateral permiten leer la obra de estos santos autores de nuestra literatura, luego, ya en tren de seguir suponiendo y además satisfechos con haber agregado páginas y años a lo ya dicho, buscaríamos aquéllos nombres que no figuran en los manuales, que no fueron considerados por la crítica universitaria, que no parecen tener demasiado que ver con ninguno de nuestros amigos escritores, que no conocen ni los lectores más avezados con los que podemos toparnos. Pero ahí están, secretamente, circulan en pequeñas comunidades que atesoran sus libros como ídolos de una fe en la que ya no es posible creer, libros como mapas hacia tierras todavía por descubrir. Ahora, romper el secreto ¿no será romper con la comunidad que ese libro engendró? Es decir, ¿qué habremos de hacer los lectores?, ¿hablar por ella, en su misma lengua, o hablar en otras palabras, esparciendo el malentendido como un virus? Ya no es posible disertar.

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