Siempre leo en primera persona. Cada vez que acontece la literatura en mí, la lectura tiene todas las señales y percances de una experiencia personal e íntima. Ejercicio de intimidad que me obliga a encontrarme en eso leído. Soy yo y nadie más quien está allí enfrentado al libro, esa otredad que asume la forma de una voz que me dice algo que ya sabía y sin embargo no sabía cómo decir, algo que, por otra parte, no alcanzaré a decir en el tiempo posterior a la lectura, voz otra y extraña que dice lo que no se puede decir sino como repetición, que no se puede respirar más que como ritmo sincopado. Soy yo y al mismo tiempo dejo de ser yo, mi respiración se entrega a las fricciones, los balbuceos, los aciertos, la prosodia de lo ajeno en mí anidado. Me doy cuenta de que no soy más que un objeto parlante: diría palabra por palabra aquello que leí, dicho de un modo poco tierno, sería un loro textual. ¿Cómo, pues, realizar una experiencia que genere una voz nueva? Sí, yo leo, en primerísima persona, nadie, nada hay para dar que no esté ya dado por mi presencia: yo y el libro, en el medio la extrañeza de una voz desconocida haciéndose a medida que me deshago en ella. Leer es pues el resultado de una crisis: yo dejo mi lugar para ser habitado por la propuesta de una voz siempre diferida en el tiempo, diferente en su disipación espacial: esa voz no dice de mí nada y sin embargo soy yo quien la va diciendo, leo como si yo mismo pronunciara esas palabras, las hago mías pero en realidad yo soy de ellas.
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